Por Ileana Manucci

Nací un 22 de junio de 1987, exactamente un año después del gol de Maradona a los ingleses en el Mundial de México. En el 90 tenía tres años y en el 94 apenas siete. De ese Mundial, el de Estados Unidos, tengo un único recuerdo: Maradona afuera por drogón. 

Si, por drogón, un drogón que dejó a la Selección sin su 10 en medio de un Mundial. Ese es mi primer recuerdo de Maradona, dentro de una familia para nada futbolera.

Pero en medio de esa familia para nada futbolera nací yo, que me pasé mi infancia pateando una pelota contra una pared, o con alguno de mis primos, mis cuñados y, por algún breve lapso de tiempo, también con amigas, en un momento en que el fútbol femenino era aún más impensado que hoy. 

Maradona también era Boca para mi, y yo soy muy hincha de River. Sólo lo vi jugar con la camiseta del eterno rival, en sus últimos días como jugador de fútbol. Y en ese momento, de mi niñez y preadolescencia de gallina fanática, lo odiaba, era todo lo que estaba mal -como dicen les pibes ahora-, era todo lo contrario a mi ídolo impoluto: Enzo Francescoli. 

En mi discurso, como hincha de River y en algún momento con cierta moralina barata respecto de las drogas, decía que no me gustaba, que no entendía que la gente lo amara nivel Dios. Pero siempre, siempre, me quedaba pegada a la tele cuando pasaban sus gambetas, sus corridas imposibles, los rivales yéndole a los tobillos y él impoluto, armando jugadas imposibles en medio metro cuadrado. 

Y el gol. Ese gol que todas, todos y todes alguna vez soñamos hacer. Más de una vez eludí rivales imaginarios y, ya de cara al arco, en mi cabeza resonó el: “ta ta ta gooooool”. Maradona fue, es y será eso, la ilusión, la magia y la genialidad en un juego que amamos, el que más amamos. 

Maradona también fue otras cosas, y otras cosas horribles. Cosas que no se olvidan con su muerte. Pero habitar las contradicciones es parte de la vida y, como feminista, muchas veces lo odié y condené; muchas otras empaticé o entendí sus contextos, y lo volví a odiar, y me volví a fascinar cuando me encontraba con su magia dentro de una cancha. 

Y sí, también con su magia afuera, porque cada entrevista que le hacían era de un magnetismo total. Quienes nos vinculamos con el mundo del deporte desde algún lugar, sabemos que los deportistas, los futbolistas, que tienen un posicionamiento político claro y no temen expresarlo, se cuentan con los dedos de una mano. Maradona nunca le huyó a eso. Por eso lo quiere el pueblo y lo odian los Macri de la vida. 

No voy a mentir: no soy maradoniana, no fui fanática de Diego, pero yo también alguna vez, con la pelota en mis pies, quise ser Maradona. Eso no puede subestimarse. Como no puede subestimarse un mundo entero que lo llora hoy, sin distinción de colores, nacionalidad, edades y géneros. 

El año pasado, cuando la Selección Argentina debutaba en el Mundial de Francia y muches esperábamos que los jugadores dijeran algo para visibilizar a sus colegas -y eso casi ni sucedió- Maradona lo hizo. Luego del histórico empate ante Japón, Diego publicó en sus redes un mensaje felicitando a las futbolistas y alentando el desarrollo del fútbol femenino. Una publicación que todas las jugadoras likearon y compartieron. Eso tampoco se puede subestimar. 

Océanos de tinta se escribirán hoy sobre Diego Armando Maradona, desde acá el recuerdo de La Diez para El Diez. Ese fútbol femenino que hoy estamos intentando construir desde las canchas, las tribunas, los fútbol 5 y algunos medios, es profundamente político y, por eso, me animo a decir, profundamente maradoniano: es contestatario, es colectivo, irreverente, con hambre de gloria; le hace frente al poder y exige su lugar para cumplir sus sueños. Sueños como los que soñó ese pequeño Diego de Fiorito y que nos mostró que, aunque vengan bien de abajo, también se pueden hacer realidad. 

 

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